Para quienes tienen dudas sobre el honor de los militares colombianos, he aquí la crónica de un oficial del Ejército Nacional que asumió su responsabilidad de comandante ante el error de uno de sus hombres. Un ejemplo de la gallardía de un imberbe oficial que superpuso sus principios y valores a su libertad.
Un sonido metálico retumbó en la vereda El Remanso aquella fría madrugada. No había lugar a dudas: se trataba de un disparo con arma de fuego; de fusil, para ser más exactos. De inmediato, el teniente Andrés Fernando Herrera se dirigió al sitio donde había ocurrido la descarga, contexto que por aquella época se había vuelto paisaje para los moradores de Piamonte, un pequeño municipio enclavado en la Bota Caucana y que está situado a 258 kilómetros de Popayán en línea recta.
Al ver el cuerpo sin vida de Gilberto Quinayas, sus peores pesadillas se hacían realidad. Uno de los soldados que esa fatídica noche estaban bajo sus órdenes, le había quitado la vida al hombre conocido con el alias de ‘El Grueso’ y quien era señalado por la comunidad de ser el tercero al mando de la cuadrilla 32 de las Farc.
El teniente Herrera separó a su hombre del resto de la tropa y con la voz de un padre le susurró al oído palabras de consuelo. “Yo asumo la responsabilidad; para eso soy el comandante”, le dijo. Recuerda que en esos momentos actuó con serenidad, aunque por dentro era un verdadero manojo de nervios, pues, como ningún otro, era consciente que esa muerte los metería en problemas con la justicia a él y a sus “muchachos” -como les llama fraternalmente-.
Recordó, entonces, las clases de derecho operacional en la Escuela Militar y sus pasos por la pista de derechos humanos y DIH, novedad pedagógica que las Fuerzas Militares de Colombia implementaron hace más de dos décadas para enseñar sus hombres las reglas de enfrentamiento y otras prácticas jurídicas en la guerra. “En ese momento supe que la habíamos embarrado”, recuerda.
Media hora antes, él y su patrulla, que tomaban parte en la operación Dardo -ordenada por el comando del batallón de infantería Domingo Rico-, se habían infiltrado hasta la casa de Quinayas. Un helicóptero Black Hawk los había dejado en el punto de inserción, a seis o siete kilómetros del sitio donde se presumía estaría su blanco. ¡La orden era capturarlo vivo o muerto! No fue fácil caminar en la penumbra sin hacer el menor ruido, pero en poco más de una hora de patrulla a tientas, habían consolidado su objetivo.
Tras verse descubierto, ‘El Grueso’ accedió a irse con ellos y llevarlos hasta un campamento que los guerrilleros habían levantado en esta vereda. En ese movimiento -entre la casa del guerrillero y el área campamentaria de la cuadrilla 32-, dividió su patrulla en dos equipos de combate, el A y el B, integrado cada uno por siete soldados profesionales y un cuadro de mando, incluido él.
En el equipo de combate donde iba el cabecilla, estaba el soldado profesional Olmes Yhamid Narváez Araujo, el responsable de dispararle a Quinayas, pero quien nunca afrontó el proceso judicial que se levantó en contra de los integrantes de la unidad militar, porque un año después murió en combates con las Farc en límites entre Cauca y Putumayo. El propio teniente Herrera entregó el cuerpo y la bandera de Colombia a la familia de este militar caído.
Consciente de los hechos, Herrera se tomó varios minutos para evaluar la comprometedora situación. Reunió a sus hombres y les dijo que reportaría al mando superior la muerte del cabecilla como una baja en combate. El ambiente operacional de la época, motivó esta compleja decisión. También les juró que de abrirse una investigación penal o de cualquier naturaleza en contra de la patrulla, él, dada su condición de comandante, asumiría toda la responsabilidad.
El viacrucis
La muerte de Gilberto Quinayas ocurrió en la madrugada del 27 de diciembre de 2007. Desde aquella noche, el rostro del cabecilla guerrillero ronda por la cabeza del teniente Herrera, quien recibe tratamiento siquiátrico para superar el estrés postraumático que le dejó este episodio y el hecho que él y otra patrulla que comandaba, cayeron en un campo minado sembrado por las Farc, en hechos ocurridos tres años después en Mutatá, Antioquia.
Seis o siete meses después del deceso de Quinayas, la compañera sentimental del cabecilla denunció los hechos ante la Fiscalía 41 de Mococa, Putumayo. El ente acusador abrió la causa por los presuntos delitos de homicidio agravado y fraude procesal en contra de él y la patrulla que esa noche se lo llevó vivo, pero que tiempo después lo reportó como muerto en combate.
Cuatro años después del incidente en Piamonte, la Fiscalía 38 de Derechos Humanos de Cali lo citó para que aclarara los hechos. En contravía de los consejos de sus padres y la asesoría de su abogado, el teniente Herrera decidió contarle toda la verdad de lo sucedido al fiscal Juan Carlos Olivero Corrales, asumiendo su responsabilidad por lo acaecido.
Conmnovido por este noble gesto, el fiscal Oliveros Corrales propuso la firma de un pre acuerdo en el que el uniformado diría la verdad sobre la muerte de Gilberto Quinayas a cambio de la reducción de su pena. El uniformado aceptó sin pestañear, pues era consciente de los beneficios de los que sería objeto. De no confesar, le esperaba una condena que fácilmente rondaba los 33 años de prisión por homicidio y seis años más por fraude procesal. El trato reducía las penas casi al cincuenta por ciento.
El 28 de enero de 2011 pasó detenido al Centro de Reclusión Militar de Cali tras entregarse voluntariamente. El 4 de abril de ese mismo año, por petición expresa de su defensa, fue trasladado al Centro de Reclusión Militar que funciona en Puente Aranda, en el occidente de Bogotá.
La audiencia de aceptación del pre acuerdo con la Fiscalía se llevó a cabo en el Cantón Militar de Occidente la mañana del 27 de abril de 2011. Un hecho similar sucedería ese mismo día, pero en horas de la tarde, con los demás integrantes de la patrulla, quienes al enterarse de la firma del pre acuerdo entre el teniente Herrera y el fiscal Oliveros Corrales, se retractaron.
“No les guardo ningún rencor, porque les prometí que yo asumiría toda la culpa; es lo menos que puede hacer un comandante por sus hombres”, dijo. Esta ruptura procesal hizo que él y sus “muchachos” siguieran diferentes caminos.
El documento suscrito en la diligencia judicial fue remitido a la jueza Lilian Bastidas Huertas, titular del Juzgado Segundo Penal del Circuito de Mocoa. El primero de agosto de 2011, la funcionaria judicial rechazó el pre acuerdo, argumentando que el uniformado no tenía derecho a estos beneficios y su pena debería ser mayor.
Para todos los asistentes a la firma del pre acuerdo, quedó claro que la jueza estaba pre juzgando al oficial y su actuación iba en contra del debido proceso que consagra la Constitución. La Fiscalía, el Ministerio Público y el abogado defensor, apelaron esta decisión ante el Tribunal Superior de Mocoa. El magistrado Jorge Alberto Páez Guerra le dio la razón a las partes intervinientes, ordenándole a la jueza Bastidas Huertas que aceptara el pre acuerdo, en providencia del 9 de noviembre de 2011.
El 20 de enero de 2012, la funcionaria judicial le impuso la pena acordada: 16 años por homicidio agravado y 11 meses por fraude procesal. Sus soldados, quienes años atrás se habían retractado del pre acuerdo obtenido con la Fiscalía, quedaron en libertad en 2016, tras permanecer privados de la libertad tan sólo un año. En el juicio, todos fueron declarados inocentes.
Camino a la JEP
Permaneció privado de la libertad ocho años, ocho meses y 22 días, tiempo que contempló la respectiva redención por trabajo. Su caso fue estudiado para obtener el beneficio de libertad transitoria, condicionada y anticipada que se acordó en el marco de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Esta se hizo efectiva el 29 de octubre de 2017, en parte porque la organización no gubernamental Fondejusticia y Verdad lo asistió de manera gratuita durante el proceso.
Pero llegar a este punto no fue nada fácil. El camino también estaba lleno de espinas. El 17 marzo de 2017 su caso pasó a revisión en el ministerio de Defensa Nacional para luego ser remitido por competencia a la Secretaría Ejecutiva de la JEP. Cinco meses después (24 de agosto), la JEP envió un dosier con el cumplimiento de requisitos al juez Juan Carlos Santana Balaguera, titular del Juzgado Octavo de Ejecución de Penas de Bogotá.
En una actuación bastante cuestionable, el jurista revisó y rechazó el caso en menos de 24 horas. Como quiera que el 25 de agosto fue viernes, sólo tuvo ese día hábil para leer y analizar todo el papeleo que llegó a su despacho, el cual devolvió a la Secretaría Ejecutiva de la JEP el 28, que era lunes. ¡Todo un récord en nuestro sistema judicial!
En su escrito, Santana Balaguera argumentó que el caso del teniente Herrera no hacía parte del conflicto. En la reposición que se hizo ante el Tribunal Superior de Bogotá, la magistrada Martha Patricia Trujillo Quiroga, en una providencia de 17 páginas, le dijo al juez que este caso cumplía con el lleno de requisitos de la Ley 1820 -que corresponde a la amnistía, el indulto y otros tratamientos penales especiales en el marco de la justicia transicional-, ordenándole la libertad inmediata del oficial.
Al parecer, no es la primera vez que este funcionario obra a la ligera cuando a su escritorio llegan casos de militares que buscan los beneficios de la JEP. Comportamiento similar observó durante la revisión de los expedientes de otros dos uniformados: el sargento primero Carlos Medardo Cuesta Pizarro y el capitán Jaime Alberto Rivera Mahecha.
Hay otro hecho anecdótico respecto de las actuaciones del togado. Cuando el teniente Herrera fue notificado de la decisión de Santana Balaguera de frenar el tránsito de su causa hacia la JEP, el oficial solicitó casa por cárcel, petición que de tajo le negó con el argumento de que él no tiene arraigo familiar.
Un hecho insólito, toda vez que el oficial lleva siete años de casado (contrajo nupcias civiles estando detenido), tiene un hijo con su cónyuge y aportó las escrituras de un apartamento donde residen los suyos y en cuya minuta aparece la anotación “patrimonio familiar”.
Hoy, un mes después de recobrar su libertad transitoria, el teniente Herrera recuerda con tristeza y cierta desazón las injusticias de la justicia colombiana. A los magistrados de la JEP, les contará la misma historia que les contó al fiscal Oliveros Corrales y a los jueces que conocieron su proceso.
Como nunca, es consciente de su ahora y de que tendrá el tiempo suficiente para sanar las cicatrices que le dejó la guerra en el cuerpo y en el alma.
La mina antipersonal que piso en Mutatá destrozó su pierna izquierda (hoy totalmente reconstruida), los tendones de su mano derecha, el anillo intraocular izquierdo, una osteomielitis crónica (ya superada) y el estrés postraumático crónico grave.
Pero, lo mejor de todo, estará al lado de su amada Kathia -una “gringa” que flechó su corazón y se casó con él pese a estar detenido- y el pequeño hijo fruto de esta unión. Al fin de cuentas, la familia siempre lo será todo para los militares colombianos, en especial para aquellos caídos en desgracia.
Noticia extraída de La Silla Vacía